sábado, 21 de mayo de 2011

ANTONIO DE PUGA, UN PINTOR OURENSANO DEL SIGLO DE ORO.

Tras una labor de investigación que podríamos calificar de arqueológica Antonio de Puga adquiere el debido reconocimiento, en el año 1952, gracias a una datación precisa de su vida y obra. El rescate del olvido corrió a cargo de María Luisa Caturla, su principal estudiosa.
Vivió entre 1602 y 1648, en un Siglo de Oro y sombra. El siglo de Velázquez, Ribera, Quevedo o Cervantes, de Cruz y Corona, pero también de pícaros y buscones. En la España contrarreformista del XVII el mecenazgo de las Artes recae, principalmente, en la Corte y la Iglesia. La comprensión empirista de la realidad vendrá acompañada de un trasfondo místico debido a las resoluciones tomadas en Trento. Este hecho se hará extensible al Arte, expresado pictóricamente a través de la luz y de una iconografía religiosa muy específica.
Los encargos de Puga, por lo tanto, correrán a cargo de ambas instituciones, regia y eclesiástica. Para ellos realizará retratos, obras religiosas profundamente intelectualizadas y también escenas de género en donde se revela como artífice extraordinario. Sus pinturas costumbristas, influenciadas por un renovador pensamiento hacia el mundo y sobre el mundo, son reflejo de su siglo e impensables en el contexto intelectualizado del Renacimiento. Los paralelismos entre la temática cotidiana  de Puga y la etapa sevillana de Velázquez saltan a la vista de cualquier espectador medianamente experimentado. En ambos autores encontramos reinterpretaciones de interiores flamencos, en cocinas o tabernas, donde se hallan personajes anónimos, como El Bebedor, que conforman una magnífica galería de tipos sociales. Los bodegones, que abigarran los fondos y los primeros planos, poseen la misma importancia que la captación humana. Ambos, personajes y objetos, están trascendidos por una inmediata espiritualidad. “Entre los pucheros anda el señor”, atinaba no sin razón Santa Teresa de Jesús.
El dominio de la luz, herencia del tenebrismo de Caravaggio, confiere a las figuras un sentido casi táctil, de texturas. El contraste de luz y sombra hace que el cuadro se vuelque sobre el espacio del espectador, para convertirlo en un actor más de la escena representada. Sin embargo, el universo detenido en el teatro natural del tenebrismo contrasta con la inmediatez de los encuadres.
Su obra religiosa, por encargo, también es rica. Asombran sus retratos, psíquica y espiritualmente revelados a través de la luz, como el "San Jerónimo. En esta obra la iluminación le otorga un aspecto naturalista visible, especialmente, en el cuerpo fibroso. Tampoco se debe olvidar la escenografía barroca al contemplar el cuadro, es decir, la mirada y el gesto del santo. Además, este retrato confirma a Antonio de Puga como un gran conocedor de la mística por la razonada alusión de  motivos alegóricos.
Entre otros espacios expositivos, hay obras atribuidas a Antonio de Puga en los museos de Kovenhaven, Kunsthistorischen de Berlín, Ermitage de Leningrado, Puerto Rico, Crocker de Sacramento, California, Chicago, Carolina del Norte, Pontevedra o Vigo, además de colecciones institucionales, particulares y los fondos del museo del Prado.

"EL GATO GOLOSO"
“El gato goloso” es una escena de género que posee todos los ingredientes de la etapa sevillana de Diego Velázquez. Está totalmente enfrentada contra el primer plano, en un encuadre cerrado que crea la suficiente ilusión perspectiva. Así, la diagonal entrevista de la mesa y los logrados escorzos delimitan el marco realista e inmediato en el que sucede la escena, en un espacio recargado y sin apenas fondo. Sin embargo, ese espacio se prolonga a través del personaje que señala, mientras mira hacia afuera, interrogando a quien lo contempla. De este modo, Antonio de Puga crea una continuidad temporal y espacial entre la pintura y la realidad externa del contemplador. Este recurso se refuerza con el foco de luz proveniente del exterior, que será otro de los rasgos del barroco: el tiempo, vivificado no sólo por el naturalismo, sino también a través de la implicación de la obra en el espacio real del espectador. Sorprende, en esta obra, el exquisito realismo con el que se ha representado  los distintos bodegones que pueblan la escena: la jarra, el queso, los frutos, el ave. Sin duda, un gesto sincero del artista en su afán de dignificar la pintura por la pintura.